Estoy cansada de ser la madre perfecta, la que no llora, la que siempre tiene una sonrisa pintada en el rostro, la que nunca se altera, la que no le grita a sus hijos, la que tiene la casa siempre organizada, la que cumple con todos sus roles de manera impecable, la que no se pierde nunca en sus deberes.
Está muy de moda el tema de bloggers de crianza, que no son más que padres y madres que comparten sus vidas y experiencias con una comunidad ávida de conocimiento y con miles de inquietudes que esperan ser contestadas y que en ocasiones no sabemos ni como preguntar.
Yo soy una. Pero soy una que pretende hacer las cosas diferentes, pues si bien es cierto que lo bueno se comparte, lo malo también.
Estoy cansada del perfeccionismo que nos quieren vender por todos los medios, en especial por las redes sociales. Un perfeccionismo que nos hace sentir vacías y sin posibilidad de expresar nuestras emociones con libertad. Un perfeccionismo que nos hace sentir culpables al primer error y que nos roba la autocompasión y no nos permite tomar nuestros errores como fuente de aprendizaje, reconociendo que somos humanos y que por lo tanto podemos fallar, y que eso, a pesar de todo, está bien, es normal y es aceptable.
Este sentido de la perfección y de que debemos ser los mejores padres del mundo no nos permite ser misericordiosos con nosotros mismos ni perdonarnos. Sentimos que no podemos expresar lo que nos inquieta, lo que nos molesta ni podemos desahogar nuestras penas o angustias porque tenemos mil ojos que nos acechan y que nos tildarán de malvados que no sabemos criar, que nos dirán que lo estamos haciendo todo mal sin saber todo el esfuerzo consciente e inconsciente que estamos poniendo en hacer lo mejor que podemos con los recursos que tenemos.
Dejemos de lado el juzgarnos sin compasión y volvamos al punto en el cual solo prestamos oídos para escuchar y un hombro para llorar. A veces es lo único que buscamos.
De que nos juzguen estamos hartos, de que nos crucifiquen por darle una nalgada a nuestros peques cuando ya no aguantamos más y hemos perdido la voz de tanto hablar. Estamos cansados de no poder corregir a nuestros hijos ni alzar la voz delante de la gente. Estamos cansados de no tener con quien hablar, de no tener quien nos entienda o quien nos aconseje de manera objetiva, porque todo lo que tenemos últimamente son muchos dedos que nos señalan el camino correcto y nos dicen lo que tenemos que hacer pero que no se ponen nuestros zapatos para caminar junto a nosotros y ayudarnos a pasar nuestro proceso de una manera más ligera.
No te sientas mal. La única forma de aprender es equivocándonos. Lo hacemos a diario. En la crianza es lo mismo. Aprendemos a ser mejores con cada error, con cada hijo es distinta la experiencia, así que debemos tener paciencia, capacidad de readaptación y buscar siempre convertirnos en nuestra mejor versión.
¿Y sabes qué? Nuestros hijos aprenden a manejar sus emociones, a pedir perdón y ser compasivos cuando te ven a ti hacerlo. Cuando me equivoco o le alzo la voz a mi hijo, le pido perdón si reconozco que me excedí. Es bueno hacerlo, ya que nos ayuda a cambiar nuestras malas actitudes y mejorar nuestras formas.
He aprendido que es necesario sentirnos felices para que podamos brindarles lo mejor a los que amamos. Así que:
- volvamos a leer esos libros a media tarde,
- salgamos con nuestra pareja y con buenos amigos,
- hagamos cosas solas,
- estudiemos algo que nos apasione,
- cultivemos el espíritu,
- hagamos ejercicio,
- alimentémonos mejor y,
- cuidemos de nuestro cuerpo.
Volvamos a nuestra esencia y veremos como ese bienestar se reflejará en cada aspecto de nuestra vida.
Por el bien de nuestros hijos, de nuestras parejas y de nosotros mismos, comencemos a ser más reales y menos perfectos.